Discapacidad y sociedad: aspectos éticos
Xabier Etxeberria, Universidad de Deusto Jesús Flórez, Universidad de Cantabria
UN PLANTEAMIENTO RADICAL
Es posible que el paso más radical que no acabamos de dar, cuando discutimos o abordamos el tema de la persona con discapacidad, sea el más elemental: que es «una persona más». La segregación se inicia en nuestra primera proyección: la mental. Y aceptamos que lo podemos hacer con nuestra mejor intención: cómo atenderles, cómo cuidarles, cómo programar y gestionarles los apoyos. Incluso llegamos a convencernos de que las personas con discapacidad son parte de nuestra sociedad, sin caer en la cuenta de que no es que sean «parte de la sociedad» sino que «son sociedad», «conforman la sociedad en que vivimos».
No pretendemos minimizar el enorme recorrido y esfuerzo que la sociedad occidental, -por referirnos a la que conocemos-, ha realizado por acoger el fenómeno de la discapacidad en su seno y por asumirlo y tenerlo en cuenta. Pero a fuerza de considerarla como algo especial, algo anómalo y patológico, la hemos tapiado por así decir. En un lado estamos nosotros, y en el otro están ellos. Que necesitan -y se lo proporcionamos, eso sí-, accesos especiales, lenguajes especiales, educación especial, atenciones especiales, cuidados especiales. Nosotros somos los «típicos», por traducir burdamente la jerga más moderna que el mundo anglosajón utiliza para evitar el adjetivo «normales» que antes se empleaba. Si somos «nosotros» los típicos, «ellos» serán… lo que ustedes prefieran: el epíteto da igual, porque no vamos a entrar en esa curiosa pretensión de cambiar la constitución española para decidir si son galgos o podencos, cuando se ha escapado ya la liebre de aceptar que sea la misma sociedad la que ha conseguido de sus legisladores que le permitan decidir si «ellos» tienen derecho a la vida.
Les creamos un espacio a «ellos». Y evitamos así que el espacio sea común. No nos referimos al espacio físico, -que también-; nos referimos a un espacio mucho más íntimo, mucho más poderoso porque es origen de todos los espacios que después imaginamos: es el espacio mental. La dimensión ética de la discapacidad arranca del moderno pensamiento de la justicia: la reivindicación de la igualdad. No resalta la diferencia sino la igualdad. Es más lo que nos une o iguala que los que nos separa o diferencia.
Oigámosles hablar a las personas con discapacidad: «Aunque seamos personas con discapacidad, como personas somos iguales y la sociedad debe reconocer coherentemente lo que proclama enfáticamente. Si tal como funciona resulta que se nos ve como «anormales», no es porque lo seamos, -hemos quedado en que somos iguales-, sino porque la sociedad está funcionando de modo inadecuado. Es decir, no es que nosotros no nos adaptemos a la sociedad, es la sociedad la que no se adapta a acoger en igualdad a todos sus miembros». En este sentido, el debate sobre la integración de las personas discapacitadas remueve en sus cimientos el corazón de los valores que proclamamos y se convierte en el test más riguroso de su cumplimiento o incumplimiento.
La igualdad ontológica y jurídica no debe hacermos ignorar, por supuesto, las diferencias fácticas. Al revés, debe tenerlas muy presentes a fin de que sean tratadas de modo tal que hagan real esa igualdad. Y ellos siguen diciendo: «Concretamente, si lo más básico de esa igualdad es que tengamos condiciones dignas de existencia desde las que podamos desarrollarnos como personas autónomas, es de justicia que la sociedad se organice de modo tal que todas las personas puedan acceder a dichas condiciones».
Si resulta que en el punto de partida en el que estamos hay una clara desigualdad de realidades de existencia y de oportunidades, la sociedad deberá prestar una atención específica a los desfavorecidos para igualarles en circunstancias de realización. Es así como surge la discriminación positiva.
LAS PERSONAS CON DISCAPACIDAD INTELECTUAL COMO SUJETOS DE DIGNIDAD
Cualquier planteamiento ético que hagamos en relación con la discapacidad de las personas debe partir de un principio fundamental que está en el origen: toda persona con discapacidad es un sujeto de dignidad. Puede que a alguien le parezca esta afirmación una perogrullada. La realidad es muy distinta.
La conquista de la dignidad
Digno es aquello que es un valor en sí mismo. A lo que es un valor en sí mismo le corresponde ser valorado por sí mismo. No tiene dignidad, en este sentido, aquello que es valorado en función de otra cosa, como medio para lograr un determinado objetivo, o aquello que ni siquiera es valorado para eso. De ello se desprende que lo que tiene dignidad no puede ser instrumentalizado (ser utilizado como puro medio). En cambio, lo que no tiene dignidad puede ser usado como puro medio, o incluso destruido si estorba. Esto es, la relación moral, expresada en su nivel básico como deber de respeto, es una relación que se impone sólo cuando remite de modo directo o indirecto a quienes son sujetos de dignidad.
Pues bien, las personas con discapacidad intelectual están siendo reconocidas como sujetos de dignidad en el sentido pleno del término (y oficialmente, porque eficazmente es ya otra cuestión) sólo a partir de los sesenta del siglo pasado. La historia de las personas con discapacidad intelectual, al menos cuando era marcada, es la historia de seres a los que, en la gran mayoría de las culturas, y en cualquier caso en la nuestra occidental, se les ha negado su condición de sujetos de dignidad, de personas. Desde ese supuesto, se las ha tratado como medios cuando se las veía «explotables» (mano de obra barata fácticamente esclavizada), o se las ha reprimido, excluido e incluso destruido cuando se las percibía como mera carga o incluso como amenaza.
Diego Gracia, en un ilustrativo estudio lleno de datos históricos defiende decididamente la tesis de que las personas con discapacidad han sufrido un trato paralelo al que se ha ofrecido a los animales. Durante muchísimo tiempo se las trató como animales salvajes peligrosos (¡¡monstruos!!), de los que debíamos protegemos con mecanismos de exclusión y contención, que fueron en general muy crueles; a partir del siglo XVIII, comenzó a tratárseles como animales domésticos (enfermos mentales con limitación congénita, seres ya de la especie humana pero parcialmente realizados), sometiéndoles a procesos de domesticación terapéutica y reclusión. Y finalmente, en las últimas cinco décadas, se ha abierto el proceso de tratarlas como animales humanos (personas), promoviendo la normalización y la integración.
Por eso insistimos en hablar no de discapacitados, sino de personas con discapacidad, para remitirnos a lo que las define en la centralidad intangible e irrenunciable de su identidad. Se trata de personas, esto es, de sujetos de dignidad, valiosos por sí mismos, que deben ser respetados en su condición de tales, que, por tanto, son sujetos de relación moral plena. Puede parecer a veces una insistencia excesiva, un afán algo desmedido de situarse en el «lenguaje políticamente correcto». Pero si recordamos la historia que hay detrás y que acabo de mencionar, toda insistencia puede parecer poca. Porque lo que es cambio reciente de algo que se vivió durante siglos, debe ser firmemente afianzado, ya que en nuestro inconsciente colectivo —y en nuestras prácticas— siguen anidando múltiples vestigios del pasado. Evidentemente, frente a estos riesgos no se trata sólo de insistir en ese lenguaje correcto, como si mágicamente bastara con nombrar la realidad, se trata sobre todo de que la corrección del lenguaje sea expresión de la intención firme de hacerlo eficaz.
El reconocimiento de la dignidad
Dado que acaba de aparecer el tema de la identidad —de personas, en este caso—, es conveniente resaltar este dato de la psicosociología: los seres humanos construimos nuestra identidad no sólo a través de la comprensión de nosotros mismos y de nuestra iniciativa —personal y colectiva—, la construimos también a través del reconocimiento —personal y colectivo— que recibimos de los otros y que tendemos a interiorizar, sobre todo en circunstancias de inferioridad. Esto es, y aplicándolo a nuestro caso, si somos (mal) reconocidos como no personas se nos empuja a creer que no lo somos en realidad. De aquí se desprende una consecuencia moral elemental: el deber del adecuado reconocimiento del otro desde la conciencia de que, de no hacerlo o de hacer un mal reconocimiento, ejercemos una forma de opresión que puede resultar especialmente grave (que además, para regocijo del opresor, no necesita de la fuerza para mantenerse, precisamente porque ha sido interiorizada). La aplicación al caso de las personas con discapacidad, al deber de reconocimiento de su condición de personas, se muestra evidente.
Considerar a las personas con discapacidad como sujetos de dignidad tiene una consecuencia específica muy importante. Desde el punto de vista de los derechos humanos, lo que nos da a todos la igualdad sustancial de la que se desprende después la obligación de igualarnos todo lo posible en la realidad, es precisamente la condición de dignidad: todos somos sujetos de igual dignidad. La dignidad, de este modo, no marca sólo el deber del respeto, marca a su vez la orientación hacia la potenciación de la autonomía (implicada en el imperativo de que no se me pueda tratar como puro medio) y de la equidad (implicada en la igualdad de la dignidad). Como se ve por este breve apunte, la dignidad es la base de los derechos y deberes morales fundamentales de nuestra interrelación, también, sobre todo, para el caso de las personas con discapacidad. Y estos son los tres grandes principios:
- La acción benefactora. En razón de su dignidad y puesto que tiene una discapacidad, el primer principio ético que surge es la acción benefactora. Por la circunstancia de la discapacidad, queda formulada de la siguiente manera: «Debo procurar el bien de quien me siento responsable». Atañe de manera especial a los familiares y a los profesionales, pero también a los demás ciudadanos.
- El principio de autonomía. «Las personas tenemos el derecho a decidir y realizar libremente nuestra concepción del bien y nuestros proyectos de vida, y quienes se relacionan con nosotros tienen el deber de respetarlo y tenerlo en cuenta, así como, en ciertas circunstancias, de potenciar la capacidad de autonomía que lo hace posible». Obviamente, la circunstancia de la discapacidad añade dificultades complementarias a la aplicación del principio de autonomía. Su maduración, hasta donde sea posible, necesita una ayuda mayor.
- El principio de la justicia. Los referentes de justicia más válidos y más sugerentes para concretar la justicia debida a las personas con discapacidad son aquellos que se desprenden de la declaración de los derechos humanos. La Convención sobre los Derechos del Niño (1990), aunque se refiere sólo a las personas menores de 18 años, incluye a las que denomina «mental o físicamente impedidas»; y afirma que tienen derecho a «disfrutar de una vida plena y decente en condiciones que aseguren su dignidad, les permitan llegar a bastarse por sí mismas y faciliten su participación activa en la comunidad». Para lo cual tienen derecho a que se les asegure «acceso efectivo a la educación, la capacitación, los servicios sanitarios, los servicios de rehabilitación, la preparación para el empleo y las oportunidades de esparcimiento… con el objeto de que logren la integración social y el desarrollo individual, incluido su desarrollo cultural y espiritual, en la máxima medida posible».
LA INTENCIÓN ÉTICA EN EL MUNDO DE LA DISCAPACIDAD
Una vez formulado este principio fundamental y descritas sus inmediatas consecuencias, profundicemos en una serie de reflexiones que, desde la concepción nuclear de la ética, pueden iluminar nuestra postura existencial y real ante la discapacidad. Partimos de lo que se denomina «intención ética», que Ricoeur define como el movimiento originario de cualquier persona moral. Y la formula del siguiente modo:
- anhelo de vida realizada y, como tal, feliz - con y para los otros - en instituciones justas
¿Cómo aplicamos estos principios al mundo de la persona con discapacidad?
1. Anhelo de vida realizada
La ética se inscribe antes que nada en las profundidades del deseo. Y lo que deseamos es ser felices: disfrutar de una vida que valga la pena ser vivida, una vida lograda, una vida realizada. Lo primero que se nos impone en este sentido es reconocer plenamente a las personas con discapacidad como sujetos de este horizonte de vida lograda. Con derechos a explorar las potencialidades dentro de una actitud de prudencia.
El deseo de vida lograda se apoya necesariamente en la estima de sí mismo, la famosa autoestima. Una estima no sólo psicológica sino moral. La autoestima es la valoración de nuestra capacidad para obrar intencionalmente y con iniciativa. Cuando una circunstancia personal amenaza con quebrar esta confianza, lo primero que se impone es alimentar, desde uno mismo y con la ayuda de los otros cuando sea preciso, aquellos mecanismos que permitan afianzarla. Pero lo que realmente la fundamenta es nuestra firme convicción de que somos sujetos de dignidad. Como ya he explicado anteriormente, somos personas que como tales nos constituimos en fines en sí, que valen por sí mismas, y que por tanto no podemos ser instrumentalizadas ni despreciadas, tengamos las limitaciones que tengamos. Somos radicalmente iguales.
La dignidad no nos la confieren nuestras cualidades o nuestros títulos; nos la confiere el único título válido: ser persona. Tu dignidad es idéntica a la mía y a la del que está más allá. En la estima de mí mismo incluyo a la de los otros a los que reconozco también sujetos de autoestima.
Pero la estima de sí no es ciega. Exige interpretarnos a nosotros mismos con realismo; es decir, ser conscientes de las capacidades y limitaciones actuales, así como del incremento que determinadas actuaciones e iniciativas pueden proporcionarnos. Lo que entendemos como discapacidad es una merma en alguna capacidad. Pero en la misma visión moderna de la discapacidad, incluida la que suele ser más mutilante, la intelectual, se intercala de modo inexcusable el mundo de los apoyos, dando por sentado que toda merma es subsanable, es mejorable.
La gran tarea de discernimiento, la gran y más urgente acción benefactora que nos toca realizar como entes sociales que estamos en contacto con las personas con discapacidad, es ayudarles a que, en la medida en que lo necesiten, consigan interpretar sus capacidades y sus posibles desarrollos, siendo plenamente conscientes de que cada una es un caso único. Junto a la interpretación de las capacidades está la interpretación de los proyectos, de aquello a lo que queremos aspirar, para que resulten viables de un modo realista. Porque no todo lo posible y legítimo es bueno y, entre lo que podemos plantear como bueno, no todo es igualmente adecuado para mí. Considerado en relación con la persona con discapacidad significa que, como parte de la acción benefactora, tenemos que ayudarle a diseñar sus proyectos con discernimiento, a conocerse a sí mismo y a disfrutar de sus habilidades más que a añorar las que no tiene, sabiendo elegir en función del abanico de sus posibilidades. Es así como se elabora un proyecto de vida con sentido.
Vida lograda, vida realizada ¿Puede una persona con discapacidad considerar y sentir que su vida es una vida plena, lograda, realizada? La respuesta es SÍ, si se cumple una condición. Que la vida lograda se mida por la concordancia entre lo que acabamos haciendo y siendo, y los ideales que nos marcamos desde las potencialidades que tenemos, incluidos los ideales personales y los sociales exigidos por la justicia. Desde este punto de vista, todos estamos llamados a una vida lograda que no exceda nuestras capacidades y que pueda ofrecernos una serena satisfacción.
Vemos, pues, cómo de la estima de sí se deriva el camino para conseguir una vida lograda. Y ello exige ineludiblemente el descubrimiento de otro espacio: la autonomía. Esta autonomía muestra dos perspectivas: la autonomía centrada en el propio sujeto que permite hablar de deberes para consigo mismo, y la autonomía en perspectiva relacional que empuja a considerar al otro no sólo como sujeto consciente de sí sino como sujeto con su propia autonomía. En definitiva, una persona con discapacidad es un sujeto ético, un sujeto con responsabilidades, que debe decidir por criterios adecuados y hacerse cargo de las consecuencias de sus actos.
2. Con y para los otros
La participación en la vida común no es contingente, no es un añadido a un sujeto ya constituido, sino que es esencial para la constitución misma del sujeto. Al decidir nuestros proyectos de realización, incluso cuando lo hacemos autónomamente, tenemos como referencias el conjunto de valores, metas, roles, ideales de vida. Nadie elige en el vacío. Por tanto, iniciar a aquellos sobre los que tenemos una cierta responsabilidad socializadora en el más rico abanico de posibilidades pasa a ser una condición significativa de su diseño y realización de vida lograda. Debemos preguntarnos si asumimos esta función socializadora con la misma intención de apertura cuando se trata de personas con discapacidad.
No somos felices solos. Pero la diferencia que comporta la discapacidad tiende a provocar con frecuencia fenómenos de aislamiento, o de reagrupamiento institucional sólo entre semejantes, o de reducidos lazos afectivos. Cuando hablamos de construir una sociedad abierta para las personas con discapacidad, con espacios accesibles de todo tipo (educativos, laborales, festivos, etc.), en marcos en los se integran personas con toda condición respecto a la discapacidad, no estamos sólo planteando una cuestión de justicia, estamos asentando las posibilidades de una vida lograda para todos.
Conseguir el equilibrio En la opción de tener hijos integramos la opción de acogerlos en toda circunstancia, también en su circunstancia de discapacidad. De algún modo, esto forma parte del proyecto lúcido de vida lograda de quienes decidimos ser padres. Pero innegablemente, cuando llega el caso, podemos encontrarnos con que nuestro proyecto de felicidad inicialmente diseñado se encuentra seriamente mermado por unos deberes hacia la persona discapacitada que recortan nuestros deseos espontáneos. Ciertamente es éste un momento delicado.
Por un lado no hay que hacer dejación de los deberes de atención al otro que se imponen. Por otro lado, no hay que vivirlos tan invasivamente respecto a las legítimas aspiraciones de autorrealización, que sintamos que nos las corta en lo fundamental: para que esto no suceda, son decisivos los repartos equitativos en el interior de la familia y las ofertas institucionales de atención animadas por la justicia. Pero ciertamente quedarnos ahí tiene algo de moralmente truncado, en la medida en que la persona con discapacidad es vista como carga, aunque sea moral. Sí como sujeto de dignidad que tiene derechos de atención, pero no como sujeto con estima de sí que interactúa con un yo también con estima de sí. La relación ideal se logra, en este sentido, cuando, además de la distribución precedente de la atención, que deja espacios disponibles, se entra en tal relación interpersonal con la persona discapacitada que lo que en ella se intercambia forma parte del proyecto de felicidad tanto de esta última como de quien establece relación con ella.
La compasión Hay quien considera que la compasión —hermosa palabra que debemos revalorizar— supone humillación para el que la recibe y expresa una superioridad moral por parte de quien la da. No es cierto si la vivo correctamente; es cierto que surge desde la desgracia del otro, pero siento a ese otro como igual a mí, tan sujeto de dignidad como yo, y precisamente porque lo siento así. Pensemos que en más o en menos, todos damos y recibimos en esa relación oficialmente asimétrica, ya que a través de ella ambos realizamos nuestra condición de sujetos morales. La compasión cobra su realidad moral cuando, por un lado, quiebra nuestro orgullo autosuficiente muy moderno desde el cual pretendemos «no deber a nadie» y, por otro, cuando la vivimos en disposición de experimentarla en las dos direcciones: la del que compadece y la del que es compadecido. Y cuando, además, no sólo no sustituye a la justicia sino que nos prepara a ella y, llegado el caso, la desborda.
Respeto y reconocimiento del otro Por lo que respecta a las personas con discapacidad la carencia de adecuado reconocimiento ha sido muy generalizada y es aún relevante. Esta carencia es especialmente grave no sólo por lo que significa en sí sino por las consecuencias que tiene. Es Taylor el que más ha resaltado que el modo de reconocimiento, tanto bueno como malo, construye identidad, sólo que en el primer caso construye esa identidad que potencia la estima de sí que ha sido resaltada antes y en el segundo caso se dificulta gravemente, tanto más gravemente cuanto más mermadas están las posibilidades de ciertas iniciativas en las personas. La aplicación al reconocimiento de las personas con discapacidad viene por sí sola. Para que sientan de verdad la condición de sujetos de dignidad y la expresen como tal en la estima de sí (identidad común, la he llamado) es muy importante que reciban el reconocimiento como tales, reconocimiento que, recordemos, les es debido.
Promover la calidad de vida de una persona con discapacidad va a significar que vamos a primarle la inteligencia emocional sobre la estrictamente cognitiva; su relación y comunicación con los demás, sabiendo tratar a cada uno según su nivel; según su capacidad de valerse por sí mismos y de cuidar su salud en el mayor grado posible; según su conciencia de ser útiles y desempeñar un trabajo —y ser felices realizándolo—; según su adquisición de destrezas, habilidades y conocimientos auténticamente significativos.
Si alguno ha pensado que dotar de calidad de vida a las personas con discapacidad se resuelve simplemente dando, otorgando, concediendo, condescendiendo, permitiendo, subvencionando, está muy equivocado. Son necesarios muchos apoyos, sin duda, pero de nada sirven si no aceptamos previamente que dotar de calidad de vida significa proporcionar los medios para que la persona crezca auténticamente desde sí misma y desarrolle sus capacidades más íntimas hasta verse realizada y satisfecha consigo misma: no por lo que tiene sino por lo que es y por lo que realiza. Es una tarea de pedagogía compartida centrada en la persona, no en los intereses profesionales o institucionales, por muy legítimos que puedan aparecer.
Cómo articular acción benefactora y autonomía La acción benefactora tiene que asumir el respeto a la autonomía de la persona a la que se dirige esa acción. Pensando específicamente en las personas con discapacidad -aunque se pueden aplicar a todas-, cabe proponer estas orientaciones:
- No se puede hacer el bien sin contar todo lo que se pueda con aquél a quien se hace ese bien: en la base de toda relación está el respeto que se debe a quien es persona con dignidad; éste es el criterio más general que debe ser tenido en cuenta con todos, esto es, también, especialmente, con las personas con discapacidad.
- El paternalismo, la decisión efectiva por parte del benefactor sobre lo que es bueno para el beneficiario, sólo está justificado si responde a carencias reales de autonomía en éste, si se expresa sólo en el ámbito de esas carencias y en proporción a las mismas, y si se ejerce con la intención prioritaria de que pueda superarlas en la medida de lo posible. En este sentido hay que decir que la beneficencia debe prolongarse todo lo posible en autonomía y ser sustitutiva de ésta sólo en lo inevitable.
- En aquellos ámbitos en los que las personas tienen suficiente capacidad, tienen derecho a su autonomía frente a cualquier paternalismo, aunque luego desde ella les toca discernir lo que es su bien y tenerlo presente en su relación con quienes pueden ejercer con ellos una determinada acción benefactora —es su responsabilidad—. Aquí es la autonomía la que debe abrirse lúcida y libremente a la beneficencia. También esto es aplicable a las personas con discapacidad, aunque a veces no lo tenemos presente, especialmente cuando se trata de discapacidad intelectual: al re-
Por lo que se refiere a la acción benefactora ejercida específicamente por los profesionales de la atención a las personas con discapacidad, ha de hacerse una pequeña observación. Estos profesionales, de modo directo o indirecto, están ligados a la persona con discapacidad por un contrato y en general en el marco de una institución. Desde este punto de vista se constituyen en agentes que intervienen en el tercer nivel de la intención ética, el que tiene que ver con la justicia. Pero, además, establecen relaciones personalizadas con las personas discapacitadas a las que atienden y en este sentido se sitúan también en este nivel del «con y para los otros» en el que todavía estamos. Este nivel no puede ignorar la justicia, pero aporta algo específico. Lo concretaría en lo que podemos llamar «ética de las virtudes», que afecta, por supuesto, a todos los que entran en relación, también por tanto a las propias personas con discapacidad, a los familiares, a los voluntarios. Lo abordaré posteriormente. Me limito ahora a señalar que cultivar disposiciones interiorizadas (virtudes) que son decisivas para la plenitud de las relaciones (en nuestro caso las que implican el fenómeno de la discapacidad) puede ser algo decisivo en esa orientación hacia la vida lograda, con y para los otros.
3. En instituciones justas
En nuestro deseo de universalizar las condiciones de vida buena, las instituciones justas son indispensables para llegar en nuestra acción moral a los «cada uno sin rostro», a aquéllos a los que no alcanza nuestra relación personalizada. Y que, a pesar de ello, pueden tener pretensiones morales respecto a nosotros. Pero es que, además, las tareas a realizar pueden ser de tal naturaleza que desborden las posibilidades a nuestro alcance, precisando de la institución para cubrirlas.
Frente a enfoques tales como «lo justo antes que lo bueno» o «lo justo como lo legal», el principio esencial es considerar que lo primero es lo justo como bueno; cobra entonces prioridad el sentido de la justicia.
Las personas con discapacidad son uno de esos colectivos que pueden despertar del modo moralmente más preciso, y con mecanismos de exigibilidad, no de compasión supererogatoria, este sentido de la justicia. Inicialmente se nos muestran como desaventajadas en determinadas capacidades que apreciamos. Ya de por sí la desventaja hiere el sentido de la igualdad, la base de la justicia, y llama espontáneamente a corregir en lo que podamos la obra de la “disfortuna” y a paliarla en lo que no podamos para reconstruir la igualdad dañada.
Cómo desarrollar los principios de justicia Las personas con discapacidad conforman un grupo en desventaja que tiene pleno derecho a disfrutar de las políticas de discriminación o acción positiva y de compensación; que tiene pleno derecho, por tanto, a que el Estado les garantice, asegurando que todas ellas disponen de todos los recursos que son precisos para equilibrar en lo posible las oportunidades y paliarlas en lo no posible. Aunque queda luego en el terreno de lo discutible, de las opciones partidarias legítimas, la modalidad concreta de las mismas: si ofreciendo los recursos a través de las instituciones públicas, o como apoyo ?adecuadamente condicionado? a las instituciones privadas que trabajan en el campo de la discapacidad (quizá sería mejor llamarlas sociales, si responden de verdad y prioritariamente al objetivo de realizar los derechos de las personas discapacitadas), o de modos mixtos.
Pero el ámbito de la institución no termina en el sector público. También está el sector privado con gran tradición, por cierto, en el ámbito de la discapacidad. A este sector cabe pedirle estos dos tipos de comportamiento:
- En primer lugar, que oriente su práctica con sentido de universalidad en la atención a las personas con discapacidad. Concretamente, que aunque su atención sea inevitablemente parcial, la haga de modo tal que empuje socialmente hacia una atención generalizada y de calidad, animada por la justicia distributiva y no por la limosna o la fortuna.
- En segundo lugar, que tanto en la propia estructuración de la dinámica de poder como en el comportamiento de los diversos agentes ?especialmente los profesionales? esté animada por la realización de lo que, desde categorías elaboradas por MacIntyre, podemos llamar bien interno. Toda práctica social, en este caso la atención a las personas con discapacidad, está animada por un bien interno, aquí el de potenciar las capacidades de esas personas situándolas adecuadamente para un proyecto de vida lograda. Normalmente, además, las prácticas se realizan en el marco de instituciones, como es aquí el caso, que permiten que la acción benefactora se haga desde los parámetros de la justicia. Pues bien, el problema aparece a partir del hecho de que la prosecución de bienes internos puede acarrear, adherido a ella, el logro de bienes externos, como el poder, la fama, el dinero. Las instituciones se corrompen, no sirven a esa acción benefactora enmarcada en la justicia, no sólo cuando alguien roba descaradamente, también cuando sus bienes internos están subordinados a los bienes externos, cuando los gestores y los profesionales no tienen como objetivo prioritario destacar en excelencia (tarea en la que los esfuerzos de cada uno suman), sino acaparar bienes externos (tarea en la que esos esfuerzos compiten sin sumar). Todos los implicados en instituciones de apoyo a las personas con discapacidad (en este caso, tanto privadas como públicas) deben preguntarse si están instrumentalizando o no el bien interno al que sirven. En otros palabras, si están para «servir a» o «para servirse de».
Articular justicia, acción benefactora y autonomía La justicia es condición básica para la realización de la labor benefactora a todas las personas con discapacidad, así como al desarrollo de su autonomía. Ella marca los justos entornos de los otros dos principios; ni la autonomía de los familiares, profesionales, voluntarios o de las propias personas con discapacidad, ni la acción benefactora han de ir en contra de lo que pide la justicia; ésta, potenciándolas, les marca a su vez los límites de lo que puede hacerse.
EPÍLOGO IMPRESCINDIBLE
Llegados a este punto, se impone ofrecer una visión muy concreta sobre cómo debemos comportarnos quienes estamos en contacto con las personas con discapacidad. Se impone, pues, hablar de «Virtudes y trato diario con las personas con discapacidad». Es indispensable porque, superados ya los rigores que exige la fundamentación discursiva del problema, pone negro sobre blanco lo que tenemos que hacer y cómo lo tenemos que hacer, no desde un planteamiento institucional, o político, sino de forma mucho más práctica, más personal y humana: apelando a nuestro comportamiento diario cuando entramos en relación con una persona con discapacidad. Esperamos hacerlo con detenimiento en sucesivos capítulos.
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